lunes, 14 de junio de 2010

Pagina 12 / 2004


ENTREVISTA AL COREOGRAFO OSCAR ARAIZ, QUE REESTRENA TORITO
“Ver a los boxeadores es ver danza arriba del ring”
El celebrado coreógrafo argentino participa hoy y mañana del Festival de Danza Contemporánea con la reposición de una obra basada en un cuento de Julio Cortázar.

Araiz fundó el Ballet de Bolsillo, “porque es chico, es barato, va a todas partes”.



Por Analia Melgar

Oscar Araiz es casi una marca registrada de la danza argentina y –por qué no– mundial también. Sus obras La Consagración de la Primavera sobre música de Igor Stravinski y el dúo de Adagietto, sobre el cuarto movimiento de la Quinta Sinfonía de Gustav Mahler, reaparecen sistemáticamente en los repertorios de los grandes teatros. Araiz ya forma parte del canon. Una presencia difícil de esquivar. En algún momento imprevisto sucede el encuentro con él. Sus coreografías tienen un sello particular. Se imponen en el circuito de la danza hasta que inevitablemente el espectador topa con ellas. Muchos son los creadores actuales que bucearon en esas fuentes, dialogaron artísticamente con ellas y, recién entonces, pudieron realizar sus propios productos. Los trabajos de Araiz, como los clásicos, se dejan ver una y otra vez porque en cada ocasión permiten nuevas lecturas, lanzan nuevas sugerencias. Pero, así como hay quienes no disfrutan de Dante o de Borges, también habrá quien no comulgue con la estética Araiz. Para eso, primero hay que conocerlo.
A sus 64 años ha acumulado decenas, casi centenas, de producciones, siempre vivas, siempre en cartel. Su paso como intérprete quedó eclipsado por su desarrollo como coreógrafo. Diríase que se nutrió de una tradición de maestras imponentes, más que para aprovecharla él mismo, para componer para otros. De Tamara Grigorieva aprendió la perfección formal y la predilección por la imagen vistosa que esta rusa supo mostrarle a través de los Ballets Russes. Luego vino Elide Locardi, verdadera pionera en la danza moderna argentina en la década del ’40, su primera maestra, la que descubrió antes que nadie la simiente creativa que Araiz encerraba desde muy joven. Ese estilo innovador se enriqueció en él con dos alemanas que marcaron a fuego a los principales coreógrafos actuales del país: Dore Hoyer (1911-1967) y Renate Schottelius (1921-1998).
Los trabajos de Oscar Araiz son aptos para todo público porque suman musicalidad y narrativa. Sus combinaciones de movimientos van apegadas a la partitura y resultan tan melódicas como los sonidos que las inspiran. Al mismo tiempo, ofrecen una estructura argumental que engancha a cualquiera. Tal es el caso de Torito, a cargo del Ballet de Bolsillo, una extraña compañía dirigida por él mismo. El espectáculo fue estrenado durante la megamuestra literaria de Julio Cortázar que se realizó en agosto y septiembre de este año. Torito es una transposición coreográfica sobre el cuento homónimo que Cortázar incluyera en el volumen Final del juego, de 1956. La historia real del boxeador argentino Justo Suárez, apodado “el Torito de Mataderos”, con su veloz carrera deportiva de apenas cuatro años, sostiene el relato de Cortázar. Allí, el propio protagonista recuerda sus glorias fugaces mientras combate una tuberculosis que se apresta a acabar con su vida. Oscar Araiz, junto a su siempre socia en la imaginación, la diseñadora y vestuarista Renata Schussheim, escenificó las palabras. En un espacio intermedio entre el ring y la cama de hospital, el bailarín Cristian Setien encarna al Torito, acompañado por el actor Leo Dyzen. La banda sonora es una compaginación de Edgardo Rudnitzky, sobre la lectura del cuento, realizada por un actor desconocido, hoy ya fallecido, “la voz de un porteñazo, con un acento muy argentino”, define Araiz. La obra forma parte de la programación del III Festival Buenos Aires Danza Contemporánea. Se verá hoy, sábado 18, y el domingo 19 a las 20 en el Centro Cultural Recoleta. Antes, en una conversación jugosa, Araiz cuenta cómo es el funcionamiento del Ballet de Bolsillo y cómo fue el proceso de composición de Torito. También, repasa algunas instancias fundamentales de su carrera y analiza el estado de la danza contemporánea.
–¿En qué consiste el Ballet de Bolsillo?
–En 1996, me surgió la necesidad de trabajar con grupos pequeños de gente, con calidad artística y lazos afectivos a la vez. Entonces, la forma posible era una compañía independiente, a la que convoco según el proyecto que se pone en marcha, incluso cambiando los intérpretes. Se llama de Bolsillo porque es algo cómodo, práctico, baratito, que permite salir de viaje fácilmente, a todas partes: cabe en un bolsillo. Para la parte económica, participamos de subsidios. Por ejemplo, para Torito recibimos uno de Prodanza que nos alcanzó porque no somos muchos. Hay sólo dos intérpretes pero contamos con un gran equipo detrás, de escenografía, vestuario, música, iluminación, asesoramientos. En cambio, cuando hice Alicia, el bolsillo se convirtió en un bolsón porque esta danza sobre Alicia en el país de las maravillas tiene una producción enorme que compré en Ginebra, donde se había estrenado en 1987. De hecho, se pudo hacer en Buenos Aires porque el vestuario ya estaba listo. Los materiales –muy caros, como la seda y los bordados– fueron reutilizados con apenas unos retoques.
–¿Cómo fue el primer encuentro con el cuento de Cortázar?
–Leí Torito cuando estaba en Ginebra y comencé a tener deseos de hacer algo con ese texto. Luego me contacté con un actor que leyó el cuento y yo lo grabé. Más tarde él falleció, pero yo conservé la cinta y ésa es la misma que sirvió para hacer la pieza cuando fui invitado a la celebración de Cortázar, a los noventa años de su nacimiento. La organización me convocó, así que saqué esto que tenía esperando en el bolsillo.
–¿Qué le impactó del cuento?
–Me gustó ese monólogo interior que avanza hacia la muerte a medida que van surgiendo las memorias. También, me atrapó la ambigüedad entre situaciones de agonía y de gloria. Me emociona ese personaje que muere solo, escupido, abandonado por el sistema. Hay en él esa necesidad de crear ídolos que nos encanta a los argentinos. Pero más allá de eso, el cuento habla de algo más global: habla del deporte como un ámbito de consumo, de oferta y de demanda, una situación social a la que –ojo– tampoco escapa el arte.
–¿Cómo fue el proceso creativo de Torito?
–Para el trabajo con el protagonista, Rodrigo Pardo hizo un entrenamiento fuerte en boxeo. Respecto del sonido, Edgardo Rudnitzky “musicalizó” la voz del actor. Hay diferentes ritmos: exaltación y fragilidad, tristeza, desamparo, velocidad y lentitud, lo que guarda relación con la propia melodía del texto de Cortázar. Por mi parte, yo estuve visitando lugares donde se practica y se aprende boxeo, buscando los encuentros entre el preparador y el discípulo. En ese juego perverso y respetuoso, paternal y desafiante, de confrontación y de elegancia, encontré muchas situaciones interesantes. En el fondo, ver a los boxeadores es ver una danza arriba del ring.
–¿Se puede decir que Torito es danza-teatro?
–No. Torito no puede tener etiquetas. Además, el término danza-teatro está muy mal utilizado y lleva a confundir valores. Al fin y al cabo, la danza siempre es teatro, de manera que, para mí, danza-teatro tiene un tono peyorativo. En todo caso, se podrá decir que Torito es teatro físico, un teatro donde el acento está puesto en el cuerpo.
–¿Qué personajes pueblan su versión del cuento?
–Está el bailarín, que siempre desempeña el mismo rol de Torito, y hay un actor que funciona de ayudante de escena y va cambiando de personajes: una monja, una empresario, la madre... Su vestuario es neutro, no cambia ninguna prenda ni agrega máscaras; sólo modifica sus actitudes físicas.
–¿Cómo accede el espectador a estas transiciones entre los personajes?
–Es algo que no me interesa aclarar. Creo que es mejor dejarlo en una zona más ambigua. El espectador no tiene que comprender. El espectador tiene que sentir, identificarse, alterarse, experimentar. Lo que le sucede al espectador no está dentro del entendimiento, por suerte.
–¿Cómo fue la transición entre el bailarín y el coreógrafo?
–En realidad, el coreógrafo existió siempre. El que tardó en aparecer, el que salió de a poquito, fue el intérprete. Desde siempre yo pintaba. Ciertas músicas me provocaban estímulos con los que me lanzaba a dibujar. Una vez Elide Locardi vio mis dibujos. Entonces me ofreció una beca para estudiar. Fue con ella con quien comencé a hacer mis primeras improvisaciones y composiciones.
–¿Qué reflexión le merece estar dentro del Festival de Danza Contemporánea, en medio de una programación con coreógrafos muy jóvenes y múltiples propuestas?
–Las razones habría que preguntárselas a los organizadores. Supongo que es una forma de reconocimiento por la calidad, o por la cantidad de trabajos que hice (se ríe). O por mi edad (se ríe más). O porque hay gente que se formó conmigo, o porque mis trabajos influyeron en otros para ser superados. Se comenta que soy un referente (salen carcajadas pícaras).
–¿Cómo ve el panorama de la danza argentina hoy?
–Es muy interesante la gente que surge a nivel interpretativo porque existen posibilidades de hacer una formación técnica completa. Por suerte, hay pocas barreras entre lo académico y lo contemporáneo. Hay más tolerancia y menos diferenciación entre estilos y escuelas, a la inversa del mundo, cada vez más intolerante y más segmentado. Pero en nuestra danza contemporánea, en el campo creativo, es raro descubrir voces auténticas. Todos hacen lo mismo, siguen las tendencias, las modas.
–¿Quiénes se distinguen en este panorama?
–Ana María Stekelman, Margarita Bali y Mauricio Wainrot pueden gustar o no, pero lo que hacen se distingue como algo propio. También me gusta el trabajo de Cecilia Elías, muy poético, con una pureza y una simplicidad que dan la marca de su originalidad. Ramiro Soñez, por su lado, hace algo particular, casi tocando el folklore, con una cualidad muy luminosa. Encuentro diversidad –lo exótico, lo dramático, lo humorístico–, pero habitualmente la danza es muy negra. Las cosas siempre negras pueden ser catárticas para quien las hace pero no para el que las mira.

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